lunes, 10 de mayo de 2010

Mario Martinez Martinez


7 de Mayo de 2010

Mario Martínez Martínez

Recuerdos de Instituto

Para María José Martínez Landa

Aquí te dejo mis recuerdos del Instituto, y voy a procurar ser ante todo sincero.
Decir en primer término que a diferencia de la mayoría de los textos de ex alumnos que voy leyendo, mis memorias del Centro, que por aquel entonces (1962) era un Instituto Laboral, no son demasiado gratas.
Quizá sea debido a que esos estudios, a nivel profesional me sirvieron de poco, al contrario que a otros muchos, a mí no me proporcionaron una continuidad universitaria ni un buen puesto de trabajo (aunque sí me viniese bien a nivel personal, eso seguro). O quizá también fuese la culpa de la escasez de medios económicos que hacía que la compra del material indispensable supusiese en ocasiones un escollo difícil de salvar a pesar de la buena voluntad de mis progenitores.
Todo esto y alguna cosa más, como ser uno del montón, aunque no llegase a repetir ningún curso (hubiese tenido que repetir cuarto, pero abandoné), hace que la experiencia de mi paso por el centro fuese más bien agridulce. De todas formas y aunque lo poco amable la memoria procura olvidarlo, algo siempre queda, sea malo o menos malo.



Estuve en el Instituto Laboral cuatro años (eran, creo, cinco años y Reválida, por aquel entonces). El primero lo hice en la Abadía, acondicionada para Instituto hasta que se construyó el centro de la Florida. Recuerdo, además de las clases de altas techumbres, la gimnasia en su patio, donde también éramos aleccionados con canciones patrióticas, los escalones para subir a las clases y para bajar también a los talleres y laboratorios, y la buena camaradería existente entre los chicos, chavales de diez años llenos de vigor que empezaban a descubrir la vida.
De ese primer año conservo el recuerdo de la trágica muerte de Don José María, Director del Centro por aquél entonces. Era un buen profesor y un trabajador incansable. Su suicidio nos conmocionó a todos. Estaba casado con una mujer de exuberante belleza y él no era precisamente un dechado de ella, las malas lenguas hablaron de una infidelidad matrimonial, pero nunca se supo a ciencia cierta.
Aquél día nos reunieron a todos los cursos en el patio, nos explicaron lo sucedido y nos llevaron al entierro, fue tema de conversación durante meses.
Poco tiempo después, en el curso siguiente bajamos a la Florida, al nuevo Centro que él había promovido para el pueblo de Alfaro.
Allí comencé mi segundo curso. Al ser todo nuevo era un verdadero lujo comparado con la Abadía, los talleres (carpintería, mecánica y electricidad), el laboratorio, eran lugares amplios y luminosos, el terreno de cultivo ubicado en su parte trasera (Campo de prácticas), era enorme y también los edificios que lo circundaban.
La gimnasia, que era impartida al alimón por Don Emilio Bustamante (que también impartía Formación del Espíritu Nacional) y por Don José Luís, se hacía en el campo de deportes de la Florida y consistía en varias tablas de gimnasia y consiguiente partido de fútbol (éste no debía de faltar). Las clases también eran luminosas y acogedoras.



Entre mis compañeros hubo de todo. Chicos como yo que llegábamos a la media con apuros, chicos que sobresalían en todo, otros que lo hacían sólo en algunas cosas y aquellos que eran verdaderas nulidades y pasaban las clases dando guerra y deseando ser expulsados al pasillo.
Sin ubicarlos en el mismo orden anterior, recuerdo a Rafael Casas, Constantino Ovejas,
Carlos Vicente, J. María Cordón, y algunos más, todos alfareños.
Entre los forasteros, a los hermanos Cárcar, a Marrodán, Vicente Fernández, Iñigo (no recuerdo el apellido) y a bastantes más de los que tengo presentes sus rostros pero sus nombres se me escapan.



Una de las cosas que no se me olvidan y que da fe de las ganas de estudiar que algunos de estos forasteros tenían, era la forma en que se trasladaban desde sus lugares de origen (Corella, la Aldea, Rincón) hasta Alfaro. Lo hacían en bicicleta. Fuese invierno o verano cogían su “bici” y la mochila de los libros a la espalda y se presentaban a las puertas del Instituto. En invierno para evitar el frío, se colocaban unas hojas de periódico en el pecho y eso les cortaba en lo posible el gélido cierzo.
Anécdotas positivas propias recuerdo pocas. Hay una que a modo de resumen la dejaré para el final de estos recuerdos. Negativas tampoco recuerdo demasiadas (aunque supongo que tanto de unas como de otras las habría). Dos que me dejaron huella (en lo negativo) estuvieron protagonizadas por el mismo profesor: Don Antonio Sanz, que Dios tenga donde merezca. Este profesor, de genio vivo y en ocasiones violento y que según decían, era muy bueno dibujando, nos tenía a todos amedrentados, al menos a todos aquellos para los que dibujar era un esfuerzo que no se daba demasiado bien. Muy amigo de aquellos que dibujaban bien, pero enemigo acérrimo de los muchos que éramos de la zona media e incluso malos.
A mí en varias ocasiones me rompió los dibujos o me los llenó de rayones (cosa que hacía constantemente con muchos) y una vez, en que producto de los nervios (nervios a los que él inducía a cualquiera), se me cayó un tintero lleno de tinta, me tuvo recogiendo tinta del suelo después de que la clase terminara, todo ello, aderezado con hermosos insultos.
Pero lo que da verdadera idea de su mal carácter fue lo que le hizo a un chico, que era un superclase pero el dibujo no le iba, al que ofreció aprobarle el curso en el que estaba suspendido en dicha asignatura si al siguiente año no aparecía por el Instituto. El chico no volvió más y él cumplió su palabra, lo aprobó (como podéis ver aún tenía alguna cosa buena, cumplía lo que decía).



A lo largo de esos cuatro años fueron muchos los profesores que pasaron por las aulas y me dieron clase, al ya mencionado Antonio Sanz, hay que añadir Don Manuel Izal, profesor de religión, Don Antonio Castillo, Doña Maria Luisa, Don Pedro Fernández, Don Luís Álvarez Dieste, profesor de francés, Don Agustín Zapatel, de física y química, Don Raúl Tejada, de matemáticas, Doña Mª Victoria, también de matemáticas, Don David, de historia y geografía, Don Jesús Palacios, de organografía, Don Fernando Ferreró, de lengua, La “Chiti”, Don Antonino y alguno más que no recuerdo.
Luego estaban los de talleres, Eugenio Casas, de carpintería, Joaquín Ausejo de mecánica, de quien guardo grato recuerdo, y el ya mencionado Don Pedro Fernández que también nos impartía electricidad y que tenía buen talante.
Recuerdo que en las practicas de laboratorio a Zapatel casi siempre le fallaban los experimentos, se le rompían los tubos y las probetas, sin embargo con “Chiti” las cosas iban mucho mejor.


Si hubo una profesora de la que guardo un recuerdo amable, esa es Doña Mª Victoria (familiarmente llamada “La Toya”), porque te animaba (de ella y mía contaré una anécdota al final) y porque era una señora despampanante que te hacía estar pendiente de ella aunque sólo fuese por sus atractivos.
También de los profesores de talleres y de aquellos en que sus clases lo pasaba más o menos bien y estaba a gusto, y todo lo relacionado con Letras, donde podía expansionarme escribiendo, algo, que sin yo saberlo, iba a ser una de mis aficiones futuras.



La verdad es que yo no anduve metido en actividades culturales ni teatrales en aquella época, y en cuanto a excursiones, no digo que no se hicieran, pero no recuerdo ninguna.
Ahora, precisamente ahora, es con el asunto de la poesía y la escritura, cuando más actividades culturales practico, algo que por aquel entonces ninguno de mis condiscípulos imaginaba siquiera de un chico más bien reservado, anodino y un poco torpe, incluso, ¿cómo podían esperar de mí que llegase a escribir poesía?



Del edificio de la Abadía ya he comentado al principio un poco de mis recuerdos y también del nuevo edificio de la Florida. Para nosotros el cambio del uno al otro fue memorable, como pasar del purgatorio al cielo, sobre todo por lo sombrío del primero y lo luminoso del segundo, por el amplio Salón de Actos (hoy reconvertido en cine), el campo de fútbol, la piscina (aunque fuese poco usada) y el campo de prácticas, donde aprendimos de manos del Señor Basilio a usar el tractor, a manejar la azada e incluso a arar. Sobre todo recuerdo la amplitud del edificio en todos sus conceptos.



Bien, dije al principio, que dejaba una anécdota positiva para el final, que resume un poco mi paso por las aulas del Centro y quizá también mi paso por la vida.
Doña Mª Victoria, fue una profesora que todos recordamos, pero además a mí me dejó grabado el recuerdo de dos días especiales.
Todos los días sacaba a un par de alumnos a la pizarra a explicar la lección de la jornada anterior para poner nota. Aquel día, sin esperarlo, pues no había estudiado (las matemáticas no eran mi fuerte, y no lo siguen siendo) me tocó a mí: -“Martínez Martínez, a la pizarra”. Fue un desastre, no me sabía nada. El resultado fue: -“Tiene usted un cero, ándese con ojo porque le volveré a preguntar cualquier día de estos”
Aquello me sonó, no sé porqué, como: -“Voy a volver a preguntarle mañana”. No lo dijo explícitamente, pero yo quise escucharlo así entre líneas.
Así que esa noche empollé matemáticas como un loco. Y al siguiente día: -“Martínez Martínez, a la pizarra”. En esa ocasión, casi sobre aviso por ella misma, le respondí a todo de cabo a rabo. Cuando termino el examen me dijo:- “Martínez, usted va a ser el hombre de los ceros y los “dieces”. Naturalmente, me puso un diez, y aquella nota media me salvo el curso.
Así que hace unos años, en su recuerdo, le dediqué algo para lo que ha resultado que sí tengo una cierta habilidad y que me ha proporcionado algunos “dieces” que promedian con un aprobado alto los ceros con que la vida nos obsequia. Un pequeño poema, un soneto en el que resumo lo que más nos impactaba de ella: su pelo rojo, sus piernas, su belleza. Creo que todos estuvimos un poco “enamorados” de ella. Pero que quede claro, que aunque en los versos no mencione su forma de enseñar, también eso lo recuerdo gratamente.
Con él, cierro estos lejanos recuerdos de mi paso por el Instituto Laboral de Alfaro.



Aquella “Profe” de “Mates”



Desde la bruma gris de la distancia
que envuelve voluptuosa las vivencias,
puedo sentir tu voz y tu fragancia
en un aula de sueños y carencias.

Recuerdo tus cobrizos capilares,
tus formas tan sensuales y modernas,
y el morbo despertando en escolares
el cruce inofensivo de tus piernas.

Tú fuiste, sin querer nunca saberlo,
de aquél profesorado de instituto,
la que mejor captaba nuestra audiencia;

gozando de tu cuerpo, sin tenerlo,
llegaste a ser, platónico absoluto,
nuestro primer amor de adolescencia.



Mario Martínez.

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